(Pongo a disposición de los lectores el discurso que escribí para pronunciar en el XXIII Seminario del Partido del Trabajo de México, celebrado en Ciudad de México los días 5 y 6 de abril del presente año)
El proceso de globalización no se detiene, se impulsa cada día tomando como insumo la naturaleza misma de la sociedad en que vivimos. América Latina, una región con profundas desigualdades que debe caminar hacia el fortalecimiento y construcción de mecanismos que permitan una inserción digna al tablero geopolítico y geoeconómico mundial.
Al decir esto, pareciese que he comenzado estas líneas por el final, y quizás sí, pero era necesario, desde el inicio, dejar en claro que ante la actual coyuntura el proceso de globalización es indetenible y que éste en sí mismo no es malo ni bueno, digamos que la forma de gestionarlo es la que hace que devenga en bienestar colectivo o en negocio vulgar.
Es por eso que cuando la realidad geopolítica mundial apuntaba al unilateralismo, el polo dominante promovió procesos tendentes a incrementar sus negocios, viendo a nuestra región como un simple receptor de sus productos o servicios, a través de la promoción de acuerdos comerciales que solo servían a sus intereses.
En 1994, por ejemplo, desde Miami se comenzó a fraguar un proyecto de integración comercial continental en el cual solo unos pocos recibirían los beneficios, me refiero al Área de Libre Comercio de las Américas, (ALCA).
Un plan abarcador que respondía a una estrategia diseñada para fortalecer la dominación de los vecinos del norte por todo el hemisferio. En el ALCA se exigía el derecho máximo para el capital transnacional al buscar elevarlo a un estatus constitucional en los países latinoamericanos, lo que devendría en la reducción de los costos de las operaciones del capital transnacional, la elevación de las garantías jurídicas relacionadas con las ganancias, el resguardo de la continua regulación sobre la circulación de los trabajadores de la región y la consolidación del proteccionismo de facto estadounidense en el continente.
Las demandas populares que comenzaron a germinar por toda América Latina fueron las causantes de que este proceso colonizador no se concretizara, para dar a procesos sociales que devendrían en la llegada de los gobiernos progresistas al Estado que pronto convertirían a América en una región menos desigual.
Es a partir del 1996, como dice Manolo Pichardo, en su libro la Izquierda Democrática en América Latina, que en nuestra región se comenzó a sembrar una semilla que debía fecundar en la segunda y definitiva independencia de nuestros pueblos.
Este movimiento independentista se articuló y provocó una ola que arropó a todo el continente, un espacio geográfico que hasta entonces era conocido como el más desigual del planeta comenzó a tener conciencia de que era dueño y conductor de su propio destino.
Chávez, que sin duda, fue junto a Lula, quien llevó el timón de este movimiento de independencia real que comenzó a vivir nuestra región, promovió la creación de mecanismos de integración regional que permitiesen que América Latina asumiera una postura común ante los desafíos de una sociedad globalizada.
A partir de ahí nació la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), como la sombrilla que debía agrupar a nuestros países para ponernos a competir en mejores condiciones en términos geoeconómicos y que nos permitiese diseñar políticas públicas comunes que resulten en mejoría de las condiciones materiales de existencia de nuestros ciudadanos.
Pero, tras la implementación, con cierto éxito, de lo que se ha denominado como Plan Atlanta, nuestra región ha visto como el sueño de una integración real se esfuma. Ahora vemos con temor, como se pretende desmontar o cambiar el rumbo del Unasur, Mercosur y la CELAC.
Condición esta que nos deja desprotegidos ante un mundo que se vuelve multipolar y en el que la integración es fundamental para hacer frente a la volatilidad que se genera en los factores de la producción.
Muestra de ello es lo acontecido en nuestra región el pasado año donde un clima de supuesta estabilidad parece haber marcado el ritmo económico de la región.
Y digo esto, porque a pesar del desempeño aparentemente favorable en la balanza comercial de nuestra región, puesto que las exportaciones crecieron a ritmo de 9.7%, mientras que las importaciones crecieron en un 9.5%, generando un índice positivo en ésta, no es menos cierto que al segregar estos datos nos damos cuenta de que la composición del crecimiento de las exportaciones estuvieron sustentadas en un incremento de los precios (7.6%), mientras que en términos de volumen de exportación el crecimiento solo fue de 2.1%, lo que comparado con el crecimiento de 4.9 % en el volumen de las importaciones, desmonta, en cierto modo, el desempeño favorable del que hablábamos.
Si bien es cierto que el crecimiento en las exportaciones y las importaciones dependen de múltiples factores, entre ellos, los externos e internos, no es menos cierto que la construcción de una unidad regional que sea capaz promover y consensuar políticas comunes hacia los terceros, tales como la diversificación de la producción, el incentivo al comercio intrarregional, entre otros, nos permitirá maximizar beneficios y minimizar costos en nuestras relaciones comerciales y aprovechar estos beneficios para ponerlos al servicio de los ciudadanos.
De manera que, desde este tipo de actividades, debemos alzar nuestras voces para pedirles a los países, que aún son liderados por autoridades progresistas o de izquierda, a que impulsen la CELAC como sombrilla necesaria para insertar nuestra región en el concierto de naciones. Tarea que no será difícil si entendemos que, como decía Juan Bosch “la América Latina es, un término de sensibilidad, una unidad viva”.
Autor: Mihail García